Como Messi
El tráfico a esta hora
es un caos. Acelero, freno, avanzo unos metros y vuelvo a frenar. Un par de
cuadras se sienten como cruzar un desierto al mediodía.
Miro el reloj: faltan apenas
unos minutos para que los chicos salgan de la escuela. Más padres se acercan,
más autos, más ruido.
En un pequeño golpe de
suerte, encuentro un hueco para estacionar justo cuando un auto se va. Otro
conductor también lo había visto, pero por unos segundos de ventaja, es mío y
no pienso cederlo. Me acomodo con una maniobra rápida y, al bajar de mi auto,
el conductor que venía detrás me fulmina con la mirada.
Esta hora siempre es un
descontrol, pero hoy más que nunca. Todos quieren buscar a sus chicos y salir
volando. Los que no tienen hijos y recién salieron del trabajo también quieren
escapar del caos.
Todos apuran el paso.
Hay algún que otro roce entre autos, bocinazos, e insultos que se escapan sin
filtro.
Los agentes de
tránsito, los siempre odiados "zorros", también quieren irse y mueven
las manos como si estuvieran en cámara rápida. El ruido del tráfico es
ensordecedor, una sinfonía caótica de bocinas y balizas desafinadas. Murmullos
de gente, motores, gritos. Cientos de sonidos mezclados en una gigantesca olla
que hierve un caldo de rabia.
Intento mantener la
paz; al menos conseguí estacionar. Aunque, como todos, también quiero estar en
casa. Hoy es un día especial: juega la selección argentina, semifinal contra
Croacia. El entusiasmo y la ilusión del pueblo se sienten en el aire. Faltan un
par de horas, pero hay mucho por hacer. La expectativa es palpable en cada
casa, cada familia, incluso en el trabajo.
Entro al colegio y
saludo al portero. Todavía no sale Olivia. Felipe, mi otro hijo, se quedó en
casa con un resfriado medio sospechoso. Solo me queda buscar a Olivia, la más
chiquita, la mimada, la atorranta.
Tengo que decirle que
se suspendió su clase de fútbol por el partido de hoy. Seguro se va a enojar.
Vendrán algunos berrinches, alguna que otra pataleta. No le gusta perderse ni
una de sus clases de fútbol.
En un pasillo, me
arrimo a la pared, tratando de no llamar la atención mientras espero. Pasan
chicos, chicas, maestras, maestros, papás, mamás, abuelas, tíos, primos,
cualquiera que esté desocupado para venir a buscar a los chicos.
Sigo esperando, mirando
al suelo, cuando algo llama mi atención: una tapa amarilla de una Boligoma
que se le habrá caído a algún alumno distraído. La misma Boligoma que yo
también usaba hace muchos años para pegar. Sigue el desfile de gente; todos
pasan por encima de la tapita, algunos la rodean, otros se detienen para no
pisarla, y hasta alguno da un pequeño saltito.
Miro el reloj y vuelvo
a mirar la tapita amarilla, que ahora recibe unos rayos de sol que casi la
vuelven invisible. ¿Qué estoy esperando?
Espero… algo. Porque
hace años, yo no hubiera sido uno de esos que ignoran la pequeña tapa. Mi
reacción hubiera sido distinta. Por supuesto. Una reacción que ahora contengo,
que aprieto en el pecho. Quiero ir y hacerlo. Me muero por hacerlo. Siento, en
la pierna derecha, la necesidad. No, la obligación de ir y hacerlo. Pero no
puedo. Será la edad. Será la timidez. No sabría decirlo. Una vocecita, que
suena igual a mí hace treinta años, me dice que le doy vergüenza.
Y quizás tiene razón.
Escucho la voz de mi
hija; viene arrastrando la mochila y la campera. Llega con una compañera que la
despide con un abrazo. Se hacen arengas para el partido de hoy, y me río.
Olivia me choca en un abrazo lleno de ternura y un poquito de torpeza.
Empieza a contarme todo
lo que pasó en el colegio.
—Pasó de todo hoy. En
el auto te cuento —me dice, seria.
—¿Qué pasó ahora? —le
pregunto.
—Hay mucho ruido. En el
auto te cuento... —me repite, pero algo la interrumpe.
Asiento con la cabeza y
seguimos caminando por el pasillo hacia la puerta. Pero de pronto noto que voy
solo. Me doy vuelta, y ahí está Olivia, parada frente a la tapita de Boligoma.
La veo concentrada. Me quedo mirándola.
—Dale, Oli —le digo.
No me responde. Da un
pequeño trotecito y le pega a la tapita de Boligoma, que sale disparada por la
puerta del colegio y cruza la calle hasta perderse entre autos y gente. El
sonido del golpe de su zapato contra la tapita resuena en el aire como una nota
musical fugaz. El grito de gol lo escuchan algunas personas que también quieren
gritar con ella. Como un pequeño presagio. Una señal dulce y luminosa.
Olivia levanta los
brazos y sonríe. Ese huequito en la mejilla me golpea en lo más profundo y me
desarma.
—¡Gol! —grita, feliz.
Me río y le extiendo la
mano para chocarla, mientras empezamos a caminar juntos. Justo antes de subir
al auto, Olivia se da vuelta y me dice, con emoción en la voz:
—¿Viste, papá? ¡Como
Messi!
Sonrío y respondo:
—Sí, como Messi.
Olivia se acomoda en el
asiento, agotada después de un largo día en la escuela. Está somnolienta, pero
igual irradia esa alegría suya, contagiosa. Esa felicidad que me revitaliza
incluso en mis momentos más agotadores. Esa felicidad que me da pilas cuando ya
no me queda nada.
Ya no me oprime el
corazón. Siento una pequeña satisfacción. Tan pequeña, que me hace inmensamente
feliz. Casi insignificante, pero llena de sentido. Mientras manejo, ansiando
contarle este momento a mi esposa, nos dirigimos a casa. Ya se viene el
partido. Pero esa es otra historia.
Aunque, claro... todos
sabemos cómo termina. Y lo felices que fuimos en aquel mágico diciembre.
Es un cuento sensible, bien escrito; narra el momento en el que un padre va a buscar a su hija, a la escuela, en el día en que juega la selección Argentina contra Croacia. El discurso es luminoso y fluye con serenidad, los detalles del tránsito y la locura previa están bien contados. El momento de la tapa de “Boligoma”, esa suerte de unión entre padre e hija, está muy bien lograda. Fuimos muy felices en aquel diciembre, sin dudas. Se nota que escribís con las emociones en primer plano. Te alieno a seguir con tu búsqueda.
ResponderEliminarSimplemente maravilloso. Me encantó leerte. ¡Saludos!
ResponderEliminar