Como Messi
El tráfico a
esta hora es caótico. Acelero y freno, avanzo un poco y vuelvo a frenar. Un par
de cuadras se sienten como veinte minutos.
Consulto el
reloj; faltan minutos para que los chicos salgan de la escuela. Más papás se
acercan, más autos, más ruido. Por suerte, un auto se va justo a tiempo y logro
estacionarme. Un pequeño golpe de suerte. Al bajar de mi Sandero, el
conductor del Voyage detrás de mí me fulmina con la mirada.
Esta hora
siempre es un descontrol, pero hoy más que nunca. Todos quieren recoger a los
chicos y salir rápido. Los que no tienen hijos y salieron del trabajo quieren
volar. Todos apuran el paso, algunos choques y se escapan algunos improperios.
Los agentes
de tránsito, los siempre odiados "zorros," también quieren irse y
mueven las manos como si estuvieran en cámara rápida. El ruido del tráfico es
ensordecedor, como una sinfonía caótica de bocinas y balizas desafinadas.
Murmullos de gente. Cientos de ruidos mezclados en una gigantesca olla
preparando un caldo de rabia.
Intento
mantener la paz; al menos encontré estacionamiento. Aunque también quiero estar
en casa como todos. Es un día especial. Hoy juega la selección argentina,
semifinal contra Croacia. El entusiasmo y la ilusión del pueblo se sienten en
el ambiente. Faltan un par de horas, pero hay mucho por hacer. La expectativa
es palpable en cada casa, familia e incluso en el trabajo.
Entro al
colegio, saludo al portero. Todavía no sale Olivia; mi otro hijo Felipe se
quedó en casa con un resfriado sospechoso. Solo me queda buscar a Olivia, la
más pequeña, la mimada, la atorranta.
Tengo que
decirle que se suspendió su clase de fútbol por el partido de hoy. Seguro se
enojará; algunos berrinches y pataletas. No le gusta perder ni una de sus
clases de fútbol.
En un
pasillo, me aprieto contra una pared, tratando de no llamar la atención
mientras espero. Pasan chicos, chicas, maestras, maestros, papás, mamás,
abuelas, tíos, primos; cualquiera que esté desocupado para buscar a los chicos.
Sigo
esperando, mirando al suelo, cuando veo algo que llama mi atención: una tapa
amarilla de una Boligoma que se le habrá caído a algún alumno distraído.
La misma Boligoma que yo usaba hace muchos años para pegar. Sigue el desfile de
gente, todos pasan por encima de la tapita, algunos la rodean, otros se detienen
para no chocarla y hasta dan un saltito.
Miro el
reloj y vuelvo a mirar la tapita amarilla que ahora recibe unos rayos de sol
que la hacen casi invisible. ¿Qué estoy esperando?
Espero algo
que hubiera hecho hace años, no hubiera sido alguno de aquellos que ignoraban a
la pequeña tapa. Mi reacción hubiera sido distinta. Por supuesto. Una reacción
que ahora contengo y apretó en mi corazón. Quiero ir y hacerlo. Me muero por
hacerlo. Siento en mi pierna derecha la necesidad. No. La obligación de ir y
hacerlo. Pero no puedo. Será la edad. Será la timidez. No sabría decirlo. Una
vocecita que suena como yo hace treinta años me dice que le doy vergüenza.
Quizás tiene razón
Escucho la voz
de mi hija; viene arrastrando la mochila y la campera. Viene con una compañera
que la despide con un abrazo. Se hacen arengas para el partido de hoy, y me
río. Olivia me choca en un abrazo con toda su ternura y un poquito de torpeza.
Empieza a
contarme todo lo que pasó en el colegio.
—Paso de
todo hoy. En el auto te cuento —me dice con seriedad.
—¿Qué pasó
ahora? —le pregunto.
—En el auto
te cuento. Así no hay ruido y… —me dice, pero algo la interrumpe.
Asiento con
la cabeza y sigo caminando por el pasillo hacia la puerta de salida. Caigo en
la cuenta de que estoy caminando solo. Me doy la vuelta y ahí está Olivia
frente a la tapita de Boligoma. La veo concentrada. Me quedo mirando.
—Dale, Oli
—le digo.
No me
responde. Da un pequeño trotecito y le pega a la tapita que sale por la puerta
del colegio y cruza la calle hasta perderse entre autos y gente. El sonido del
golpe de su zapato contra la tapita resuena en el aire como una nota musical
fugaz. El grito de gol es escuchado por algunas personas que también quieren
gritar con ella. Como un pequeño presagio. Una pequeña y dulce señal.
Olivia
levanta los brazos y sonríe. Su huequito en la mejilla me golpea en lo más
profundo de mi ser y me desarma.
—¡Gol!
—grita contenta.
Me río y le
extiendo la mano para chocarla, mientras comenzamos a caminar juntos. Justo
antes de subir al auto, Olivia se voltea y me dice con emoción en su voz:
—¿Viste,
papá? ¡Como Messi!
Sonrío y
respondo:
—Igual que
Messi.
Olivia se
acomoda en el auto, agotada por un día largo en la escuela. Está somnolienta,
pero siempre irradia felicidad. Esa felicidad que me revitaliza incluso en mis
momentos más agotadores. Esa felicidad que me da pilas cuando ya no tengo.
Ya no me
oprime el corazón. Una pequeña satisfacción. Tan pequeña que me hace muy feliz.
Casi insignificante, pero que me llena de alegría. Ansiando compartir ese
pequeño momento con mi esposa, nos dirigimos a casa. Ya se viene el partido.
Esa es otra historia. Pero todos ya sabemos cómo termina y lo feliz que vamos a
estar en aquel mágico diciembre.
Es un cuento sensible, bien escrito; narra el momento en el que un padre va a buscar a su hija, a la escuela, en el día en que juega la selección Argentina contra Croacia. El discurso es luminoso y fluye con serenidad, los detalles del tránsito y la locura previa están bien contados. El momento de la tapa de “Boligoma”, esa suerte de unión entre padre e hija, está muy bien lograda. Fuimos muy felices en aquel diciembre, sin dudas. Se nota que escribís con las emociones en primer plano. Te alieno a seguir con tu búsqueda.
ResponderEliminarSimplemente maravilloso. Me encantó leerte. ¡Saludos!
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