La princesa, el brujo y el caballero
Cien años habían pasado
desde que el caballero dejó su ciudad y emprendió aquel largo viaje. Había
recorrido miles de kilómetros, atravesado ciudades y pueblos, navegado mares y
cruzado los terrenos más tenebrosos. En el camino, enfrentó monstruos:
criaturas del infierno, nacidas de pesadillas que aún lo perseguían. Había
vencido donde muchos murieron, triunfado donde otros fallaron. Allí donde
algunos huyeron, él se quedó, luchó y salió victorioso. Se había convertido en
un héroe. En una leyenda.
Todo eso era pasado.
Ahora, con la mirada al frente, estaba a solo unos pasos de su ciudad.
El caballero, sin
embargo, había estado tan cegado por su misión que perdió la noción del tiempo.
Trataba de recordar cómo había comenzado aquel glorioso viaje que lo convirtió
en el héroe más grande de todos los tiempos.
—El brujo secuestró a la
princesa —se dijo.
Los recuerdos volvían lentamente
a su mente, como estrellas que, una a una, empezaban a brillar en el cielo.
Estaba a solo metros de
su ciudad, sobre un verde césped, junto al lago donde solía bañarse de niño. El
caballero sintió un fuerte dolor en la cabeza.
Hace un año, el brujo
maldito se llevó a la bella princesa. Hicimos un pacto de sangre ante los
dioses. Me dio una lista, las tareas que debía cumplir. Solo entonces la
liberaría. Todo terminó. Cada una de las tareas las he cumplido.
Los recuerdos seguían
emergiendo. El caballero sacó la lista y empezó a repasarla, una por una. En
total, había completado noventa y nueve tareas. Cada una más peligrosa y
difícil que la anterior.
Se inclinó y miró al
cielo. Su cabello rubio, atado en una torpe coleta, y su rostro noble resplandecían
bajo el sol, aunque el paso del tiempo y las batallas habían dejado huella.
Llevaba una armadura magullada, con grietas y marcas que hablaban de sus
combates. En su piel asomaban cicatrices antiguas. Su barba, descuidada y
desprolija, le daba un aire salvaje, pero su rostro seguía siendo bello y
perfecto. A menudo subestimado, aquel rostro también podía parecer infantil e
inocente. Estaba cansado, pero pronto estaría con su amada.
En aquel paisaje
silencioso, rodeado de recuerdos, aguardaba la llegada de aquel ser oscuro y
malvado. Pasaron varias horas, interminables y dolorosas. El caballero, furioso
e impaciente, empezó a desesperarse. Golpeó el suelo con los puños una y otra
vez, hasta lastimarse.
Con el sol a su espalda y
la mirada clavada en el suelo, notó cómo una sombra ajena se deslizó sobre la
suya.
Lentamente, el caballero
alzó la cabeza. La sombra parecía brotar del suelo, alzarse como una niebla
densa y oscura. Siguió mirando hacia arriba hasta encontrarse con un rostro
lúgubre que lo observaba en silencio.
—Hola, mi estimado
caballero. Te noto consternado. ¿Sucede algo?
—¡Maldito! —gritó el
caballero—. Terminé las tareas. Tu lista infernal está completa. La princesa…
dime, ¿dónde está? ¡Libérala!
—Terminaste noventa y nueve tareas en total. ¡Bravo! —dijo el brujo,
aplaudiendo con sinceridad—. Increíble. Sabía que lo harías. Pero no te sientas
tan orgulloso. Aún te queda una tarea. Sé que la cumplirás, aunque solo te
traerá angustia.
—Me pediste que terminara
tu lista y lo hice. Hicimos un pacto de sangre, un pacto ante los dioses. ¿Te
atreverías a romperlo? Serías un iluso si creyeras que podrías escapar de una
traición semejante. Ni siquiera tú podrías.
—Es verdad —admitió el
brujo—. Un pacto de sangre ante los dioses no puede romperse. Y si se hiciera,
solo traería desgracia a quien lo hiciera. Lo sé muy bien. Yo estuve allí,
aquel día. El día del primer pacto.
El brujo comenzó a
caminar en círculos alrededor del caballero, que ya se había puesto de pie.
Luego se detuvo frente a él. Quedaron cara a cara, a muy poca distancia.
—Pero debo decirte algo
—añadió con frialdad—. Tu amada princesa ya no está aquí. Murió hace muchos
años. Desde tu partida han pasado cien años.
—¡Mientes, maldito!
—grito enfurecido el caballero.
El caballero sacó su
espada y se lanzó sobre el brujo. La hoja quedó a solo unos centímetros de la
garganta de aquel ser oscuro, que no se movió.
De pronto, el caballero
sintió cómo su cuerpo comenzaba a entumecerse hasta quedar rígido como piedra.
—Hace cien años pensé que
esto había quedado claro —dijo el brujo con calma—. No puedes matarme. No
tienes lo que hace falta, y no lo tendrás… a menos que yo te lo dé. Sin
embargo, mi estimado caballero, creo que mereces una explicación. Es una larga
historia, pero quien ha esperado cien años puede esperar un poco más.
El brujo observó el
rostro de dolor del joven héroe. Con un dedo, acarició la punta de la espada
que aún lo amenazaba. Sintió el filo cortarle la piel, miró cómo brotaba la
sangre, y luego se llevó el dedo a la boca. Saboreó su propia sangre e hizo un
gesto incomprensible.
—Afilada. Muy afilada
—comentó, con una sonrisa torcida—. Esta espada hoy es legendaria. ¿Ya le
pusiste un nombre?
El caballero apretaba los
dientes, pero su cuerpo seguía sin responder.
—Ay, es cierto… no puedes
hablar. Error mío. Te pido disculpas, mi estimado caballero. Después me lo
dirás —dijo con calma—. Bueno, basta de charla. Vamos a lo nuestro.
El brujo vestía por
completo de negro. Una túnica larga y pesada caía hasta el suelo, como si fuera
parte de su propia sombra. Estaba descalzo, y en los dedos de las manos y los
pies llevaba anillos extraños, de formas imposibles de nombrar.
Su rostro era pálido,
como si la sangre lo hubiera abandonado hacía siglos. La piel, blanca como la
nieve, contrastaba con el largo cabello oscuro que le caía sobre los hombros.
Sus ojos, hundidos y
fríos, transmitían un conocimiento antiguo, imposible de comprender. En su
mirada había algo terrible, pero también una sabiduría insondable. En el centro
de la frente llevaba una marca negra, un símbolo arcano que nadie había logrado
descifrar.
—Todo empezó con un
sueño, mi estimado caballero. Los sueños de los brujos no son como los de los
humanos. Guardan un enorme significado. A veces muestran el futuro, otras veces
el pasado. No son sucesos sin sentido: cada sueño tiene repercusiones, cada uno
deja su huella en los seres de esta tierra.
«Mi sueño, sin
embargo, esta vez no hablaba de otros. Este sueño tenía que ver directamente
conmigo.
«En mi sueño vi a la
princesa. A la hermosa princesa, heredera de este reino, hija de un poderoso
rey y futura esposa de un joven y prometedor caballero. Intentando averiguar
qué me deparaba aquel juvenil rostro, pasé días y días junto a ella, haciéndome
pasar por un plebeyo. El tiempo pasó, y yo no lograba descubrir nada. Así que
decidí secuestrarla. Comprendí que solo estando todo el tiempo con ella
entendería lo que pasaba. Pero estabas tú. Aun merodeando por ahí.
«Sabía de tu poder. Las
estrellas me habían advertido que solo tú podrías hacerme frente alguna vez. Y
alguien como yo no sobrevive tanto tiempo sin ser precavido, ni subestimando a
sus rivales.
«No fue difícil convencer
a un guerrero orgulloso que soñaba con convertirse en leyenda. Sellamos el
pacto de sangre bajo la mirada de los dioses primigenios: si cumplías mi
lista, ella quedaría en libertad. Preparé una lista con los retos fallidos de
antiguos guerreros. Cualquiera de esas tareas, una sola de ellas —el brujo
levantó un dedo delgado y largo—. Bastaría para darle gloria a un hombre. Y
como era de esperarse, aceptaste.
El brujo hizo una pausa
para observar el rostro del caballero. Hubiera podido entrar en su mente para
saber lo que pensaba y escucharlo, pero no quería ser interrumpido. Continuó
con su historia:
—Cuando ya no estabas ahí
para molestar, me dediqué a la princesa, a descubrir qué era lo que necesitaba
de ella. Durante mucho tiempo, solo lloraba.
«Lloraba durante el día,
y también en la oscuridad de la noche. Desde el cálido verano hasta el frío
invierno, lloraba en silencio. Rezaba por ti y también por mí. Rezaba para que
sintiera piedad por ella y le pusiera fin a su dolor. Se sentía el ser más
desdichado sobre la faz de la Tierra, encerrada en mi calabozo, junto a alguien
como yo.
«Pero un día, dejó de
llorar. Fue cuando le conté de tus primeras victorias, y en su corazón empezó a
germinar la esperanza de que volverías por ella. Poco a poco su humor mejoró,
hasta que un día… ella sonrió.
«La princesa sonrió, y por un momento, pude contemplar y sentir la
dulzura del paraíso que se les niega a los seres como yo.»
El brujo hizo una pausa.
El caballero esbozó una mueca mínima, un pequeño gesto de burla.
—¿Te causa gracia? ¿Un
brujo deseando lo que no debe y lo que jamás podría tener? Sí, parece una broma.
Pero fue ese pequeño momento, en aquella hermosa y simple sonrisa, la que me
hizo comprender lo que estaba pasando. Traté de ser más agradable con ella, y
empezamos a hablar. ¡Cómo disfrutaba nuestras charlas! Yo le hablaba de los
orígenes del universo, de la muerte, de la vida... y ella me contaba cosas tan
sencillas, tan simples, que siempre me habían sido ajenas. Cosas que mis ojos,
acostumbrados a desentrañar lo inexplicable, lo imposible y lo complejo, nunca
habían sabido ver.
«Empecé a desear estar
con ella. Un brujo como yo tiene cientos de tareas que atender, pero las fui
dejando de lado. Cada minuto lejos de ella, cada segundo fuera del calabozo,
era un dolor insoportable.
» Así es, querido
caballero: me enamoré de la princesa.
» Aunque para ella yo no
fuera más que un brujo malvado y cruel, no pude evitar amarla. Tú te
preguntarás: ¿por qué no la hechicé? Lo hice. Probé cada hechizo de amor que
alguna vez usó un brujo. Los apliqué todos. Inventé nuevas brujerías, tan
complejas que casi me costaron la vida, buscando el embrujo perfecto… el que
pudiera hacer que ella sintiera por mí lo mismo que yo sentía por ella. Pero
nada funcionó. Tu hermoso y noble rostro aparecía a cada instante. Contra el
amor que ella sentía por ti, no había magia posible. Revisaba sus sueños, sus
pensamientos… y siempre estabas tú.»
«Hasta que un día
comprendí que sí existía una fuerza capaz de acabar con ese amor. Algo tan
simple, tan sencillo, que había escapado a mis ojos, todavía nuevos en lo
simple y mundano. La única forma de terminar con el amor, mi estimado
caballero, era el amor.
» Solo un nuevo amor
podría borrar al antiguo. Pero había un problema: mi aspecto lúgubre no podía
competir con tu bello rostro. Investigué, por supuesto, y descubrí que en el
amor no todo era belleza. Durante varios años viajé de pueblo en pueblo,
aprendiendo cómo cortejar, cómo conquistar. Seguía sorprendiéndome. Empezaba a
entender la vida, la sencillez, todo aquello que había estado siempre oculto
para mí.
» Iba de baile en baile,
de aldea en aldea, emborrachándome y aprendiendo. Aprendía sobre la seducción,
sobre el cortejo, sobre la pasión. Observaba las miradas que se cruzaban en las
esquinas, las manos que se rozaban al ritmo de la música, las palabras
susurradas con timidez o deseo. Veía cómo nacía el amor en los detalles más
simples.
» Todavía recuerdo como
si fuera hoy a la primera mujer con la que hice el amor. Una joven hermosa, que
había estado con casi todos los hombres de su pueblo. Yo, por supuesto, fui
apenas un espectador. Ella hizo conmigo lo que se le antojó.»
«Luego de ella siguió
otra, y otra más. Tantas que he perdido la cuenta de las mujeres con las que he
estado. Me entregué totalmente a la lujuria, pero todo fue por una sola causa:
la princesa.
» Tomé una decisión que
para cualquier brujo habría sido considerada una locura e insensatez. Permití
que saliera de su encierro, le hablé con honestidad, y ella me concedió su
confianza.
» Juntos íbamos a
divertirnos y a emborracharnos. La pasábamos de maravilla. De fiesta en fiesta,
sin preocupaciones, siendo solo dos personas comunes y corrientes. Usé mi magia
para que nadie supiera que ella era la princesa y yo, el brujo.
» Era una felicidad nueva
para mí, una que nunca habría estado a mi alcance si no fuera por ella. La
felicidad entre las risas y el alcohol, entre los bailes y la música. Y también
lo era para ella, que siempre había estado atada al destino de un poderoso
reino.
» Perdimos la noción del
tiempo, olvidamos quiénes éramos y saboreamos la verdadera felicidad. Hasta
que, una noche, después de una hermosa celebración, bajo la luz de la luna, ella
me dio un beso.
» Así, mi estimado
caballero, fue como se enamoró de mí.
» Abandonamos mi oscura
guarida y fuimos felices. Durante años, sentí lo que era el amor. Por primera
vez, sentí mi corazón latir. Fue algo que nunca, pero nunca hubiera esperado:
ser un hombre común y corriente.
«Nos perseguían con
flechas y antorchas. Nos perseguían y nos arrinconaban. Nadie hubiera
aceptado jamás aquel amor prohibido. Cuando el rey perdió la esperanza de
que volvieras, comenzó una guerra sangrienta. Mi poder no tiene comparación,
querido caballero. Nadie podía detenerme. Con solo una palabra, todo terminaba.
Pero los hombres no se rinden, ¿verdad? Nunca dejaron de perseguirme.
»Y mientras tanto,
nosotros nos besábamos. Nada más nos importaba. Pero sabíamos que no habría
lugar en la tierra donde pudiéramos estar en paz. Mi pasado me condenaba, con
justa razón.
» Nunca negaría lo que
soy ni el daño que le hice a este mundo. Entonces tomé otra decisión.
» Un día le dije a la
princesa: Yo seré rey, y tú serás mi mujer, la reina. Sabiendo que en
esta tierra jamás podríamos ser felices. Decidí romper el hechizo que la
mantenía joven hasta tu regreso. A partir de ese día, el tiempo volvió a correr
para ella.
» Fui testigo de cada una
de sus arrugas, de cada cana que apareció en su cabello divino. Vi cómo su
cuerpo se deterioraba con el paso de los años. Y estuve con ella en su último
suspiro. Le sostuve la mano y sentí cómo la vida la abandonaba.
» Cerré los ojos. La vi
cruzar la puerta y hacerme una seña para que la siguiera… Pero no pude. No aún.
No hasta que tú regresaras.
El brujo hizo un
movimiento con los dedos. El caballero sintió cómo el entumecimiento abandonaba
su cuerpo. Estiró los músculos, movió los hombros y giró el cuello con
lentitud.
Una furia ardía en su
pecho. Lo consumía. Quería atravesarlo con su espada. Pero había algo más
poderoso que lo retenía.
Faltaba una tarea más. La
tarea número cien.
La que le traería
la gloria eterna, con o sin princesa.
—Dijiste que había una
tarea más. ¿Cuál es la última tarea? —preguntó el caballero.
—Oh, mi estimado y
orgulloso caballero… déjame preguntarte algo. ¿A cambio de la gloria de la
última tarea… renunciarías a la princesa?
—Tú sabes la respuesta.
—Por supuesto que la sé. Busca en la lista que te di.
El caballero desenrolló
el viejo pergamino. De pronto, una chispa ardió justo debajo de la tarea
noventa y nueve.
Una pluma invisible,
hecha de fuego, comenzó a trazar letra por letra como si fueran heridas sobre
el pergamino. Cada trazo ardía unos segundos, y al apagarse, dejaba una letra
grabada.
Así, una a una, hasta
completar la frase:
100. Matar al brujo.
—Durante incontables
siglos, he desparramado el germen del mal en esta tierra. He destruido ciudades
y civilizaciones. No existe hombre, ni reino, ni pueblo que no conozca mi
nombre. La tarea cien te traerá la mayor de las glorias. Serás el héroe más
grande de todos los tiempos. Serás el asesino del mayor mal que haya pisado
esta tierra, la tarea fallida de tantos héroes.
«Hace años que espero tu
regreso, caballero. Desde que la perdí, solo tú podrás reunirme con mi hermosa
princesa. Me he dado cuenta de que hay una única cosa que no puedo hacer: quitarme
la vida.
«Por eso te necesito, mi
estimado caballero. Recibe la gloria, trae paz al reino... y mátame de una
vez.»
El caballero aún estaba
rígido, pero no por la magia del brujo. Aquella historia lo había dejado
inmóvil.
—Me quitaste lo que más
amaba. Mereces morir. Lo haré con el mayor de los placeres —dijo el caballero—.
No es así como debería ser… pero igual lo haré. Y voy a disfrutarlo. Créeme que
lo haré.
—A tus ojos, tal vez lo
merezca. Pero dime, ¿tú qué sabes de la vida? A partir de ahora empezarás a
vivir. Vivirás con la gloria de haber cumplido las cien tareas. Con la gloria
de haber librado al mundo de mi amenaza. Eso es más que suficiente para ti… o
para cualquier otro hombre.
«En este juego, todos
ganamos. No es algo que debas pensar demasiado. Si no me matas ahora,
encontraré a otra persona que lo haga. Y tú cruzarás la puerta que lleva a la
otra tierra. Sabiendo esto, mi querido caballero: ella no te espera a ti.
—Mientes. Ella nunca
podría amar a alguien como tú —sentenció el caballero—. Te matare y buscaré la
forma de traerla a la vida.
—No existe forma de traer
a la vida a nadie. Tal vez puedas rejuvenecer su cuerpo muerto, pero sólo sería
un bello cadáver. Una vez que cruzas la puerta, no hay vuelta atrás. Mi
paciencia se agota. Elige: vive y quédate con la gloria, o muere como otro
héroe que no pudo conmigo.
El caballero miró
fijamente al brujo y le puso la espada en la garganta. El brujo sonrió.
—Entonces, mi estimado caballero,
¿tendrás el valor de matarme y ser el héroe de las cien tareas? O bien,
te mato yo, busco a otra persona y tú solo serás conocido como el caballero que
se quedó sin la gloria ni la princesa. Te diré algo más. ¿Sabes por qué te
esperé? ¿Por qué a ti y no busqué a otro? Cuando la princesa murió, quise
seguirla. No quería esperar. Anhelaba estar con ella cuanto antes. Pero también
pensé en ti. Sentí pena. Pena de haberte enviado tan lejos, de haberte
arrebatado a tu amor.
—No quiero tu pena. No la
necesito —replicó el caballero.
—No es algo que tú puedas
elegir o cambiar. Tú me odias, y no puedo alterar eso. Pero yo siento pena por
ti, y tú no puedes controlar lo que siento. Dime, ¿la amabas?
—Con toda mi alma. Cuando
intentaba terminar tu maldita lista, cuando me enfrentaba a las criaturas más
aterradoras que cualquier hombre hubiera visto en la peor de sus pesadillas,
cuando sentía deseos de morir o cuando mis fuerzas se agotaban, veía el rostro
de la princesa. Su rostro. Soñar con ella me devolvía la vida, me daba la
fuerza para seguir.
Hubo silencio. Durante
unos segundos solo se miraron. El caballero libraba una batalla más. Esta vez
en su mente. También había soñado con aquel momento en que tendría al brujo a
su merced. Sería la mayor de las glorias, pero, como él había dicho, la última
tarea le traería solo angustia. No era eso lo que deseaba. Sentía que sería una
victoria falsa. Sería el héroe, sí, pero no tendría a la princesa. Comprendió
que no importaba la lista, que dejaría todo solo por volver a verla una vez
más.
—Esta es tu victoria,
brujo. Esta es la mayor de tus victorias. Admito mi derrota.
—En cuanto yo muera, los
días empezarán a correr para ti. Solo recuerda esto, caballero: nadie puede,
y nadie debe, vivir sin amor.
—Helena —dijo el
caballero.
—¿Cómo dices, mi querido
caballero? —pregunto el brujo.
—Ese es el nombre de mi
espada —respondió el caballero.
El brujo sonrió
con ternura.
El caballero atravesó la
garganta del brujo. La sangre, de un color oscuro, salió como una catarata y
empapó su rostro. El cuerpo del brujo se retorció con espasmos de dolor, sin
embargo, en su rostro se dibujaba una sonrisa. El mundo tembló en aquel
momento. Un miedo recorrió a cada ser sobre la faz de la Tierra. Acaso cada
criatura viva sintió que algo había ocurrido, que algo iba a cambiar para
siempre. Solo con el tiempo comprendieron que aquel temblor fue para bien. Pero
en ese instante, una angustia profunda y un escalofrío recorrieron la tierra
entera.
El caballero de
las cien tareas solo vivió para la guerra. Se convirtió en el
héroe más grande de la historia. No había persona que no supiera su nombre;
donde fuera, era recibido con honores y homenajeado. Fue un héroe solitario,
aunque amable y generoso. Y nadie, jamás, conoció el peso que cargaba en su
corazón.
Nunca más buscó el amor,
ni consuelo en ninguna otra mujer. Con el paso de los años comprendió su error,
pero ya era tarde. No podía volver el tiempo atrás. No existía fuerza alguna
que pudiera.
Murió pensando en la
princesa. En que, tal vez, aún podría estar con ella. Soñando con realizar una
última tarea: la de recuperar su amor.
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ResponderEliminarSin duda se ha convertido en unos de mis relatos favoritos, gran historia.
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