Supernova

 

Aquel sábado a la noche, el tiempo se detuvo. No era demasiado tarde; simplemente fue tarde para mí. La luna se había escondido en el cielo, envuelta con ternura por unas nubes y el reloj que me regalaste se detuvo.

Fueron apenas unas milésimas, quizá menos que un parpadeo.

El tiempo se detuvo porque, en algún rincón del universo, una vieja estrella se apagó y explotó en una supernova.

Las calles quedaron sumergidas en un silencio culposo. El viento dejó de silbar su melodía cálida de agosto. Unas gotas de lluvia quedaron suspendidas en el aire, quietas, como diminutos cristales flotantes. En un bar cercano, un grupo de amigos chocaba sus vasos sin que se pudiera escuchar el chin chin.

Los taxis que iban y venían a toda velocidad dejaron atrás una estela luminosa que quedó congelada en el aire, formando una brillante pared de colores. Un perro callejero permaneció con una pata levantada mientras el chorro de orina quedaba inmóvil, justo antes de marcar la pared de un drugstore.

A pocos metros, una vendedora de panchos tenía las manos quietas sobre su delantal grasiento, preparándose para darle el vuelto a un hombre cuyo pancho quedó a centímetros de su boca abierta.

La basura permaneció dispersa por las calles, indiferente a aquel fenómeno extraordinario. Un mendigo sostenía la palma abierta, esperando una moneda que nunca terminaba de caer.

Todo se detuvo en un breve instante, aquel sábado.

Y mientras me dabas la espalda y caminabas hacia la terminal, el tic-tac en mi pecho y el latido de mi reloj se detuvieron juntos.

Hubiera querido decirte algo más, tomar tu mano... pero el tiempo, cobarde, se congeló.

Porque, a miles de millones de años luz, una estrella se transformaba en supernova.



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