Viejas tardes de futbol

Viejas tardes de fútbol. Como ayer. Tardes de fútbol hoy. Con Felipe, mi hijo. Lo miro. Me veo a mí. Con esa edad. Con esa inocencia. Lo veo a él, me veo a mí.

Veo también mi rostro en el reflejo del agua mientras le doy un trago. Pienso en mis años. En los que tengo. En los que dice que tengo el documento. Pienso en el tiempo, ese viejo soberbio al que nadie puede derrotar, que me susurra que ya no soy ese niño.

Pero estoy ahí, todavía. Pisando una cancha de fútbol. Siento el olor a tierra y pasto. Siento el viento y el sol en la cara transpirada. Me pongo a correr detrás de la pelota. Tiro unos pases con mi pequeño. Corremos. Reímos. Gritamos goles creyendo que estamos en la Bombonera. Nos agitamos. Nos refrescamos.

Volvemos a correr detrás de la pelota. No recuerdo a mi viejo yendo a jugar conmigo. No, no lo culpo de nada. A mi viejo lo quiero. Mucho. Eran otras épocas. Pero trato de regalarle a mi hijo eso que no tuve.

Quizás, alguna vez, piense en este día. Quizás lo sienta de la misma manera. Quizás lo recuerde con el mismo cariño.

Seguimos corriendo un rato más. Nos reímos. Nos abrazamos. El sol empieza a ocultarse. 

Ya es hora de volver a casa.

Sigo pensando en mis años. Pienso en estas tardes de fútbol. Pienso en aquellas viejas tardes con mis amigos. Pienso en la última vez que la barra estuvo completa. Me pregunto qué será de ellos.

Pienso en el tiempo. Y ya no me importa lo que diga. Ni lo que diga el documento. Ahí, en la cancha, sigo siendo ese niño. Y voy a serlo por siempre. Siempre que la pelota siga rodando.