La mujer que no supe perdonar

Estábamos sentados, enfrentados en la mesa. La miraba fijo, queriendo odiarla un poco menos. Ya no quedaban palabras entre nosotros. Nada que decir que pudiera herir más al otro. Solo quedaba ese silencio denso, que lo cubría todo como una sábana húmeda.

Ella bostezó con desgano. De vez en cuando, su sonrisa cruel aparecía en su rostro, volviendo todo aún más incómodo. Sabía exactamente cómo provocarme. Siempre lo supo.

Como de costumbre, estaba convencida de que tenía el control. Que esto no era más que otro capítulo de su viejo y retorcido juego. Por eso me ignoraba.

Creía saber cómo iba a terminar todo esto. Que, en su descontrol, aún conservaba el control.

Me puse de pie. Ella sostenía la cabeza con una mano, y con la otra jugaba con una sucia moneda de veinticinco centavos. La hacía girar, la observaba perder impulso y la volvía a girar. Su rostro estaba oculto tras su largo y oscuro cabello.

Me acerqué. Ella, fiel a su habitual indiferencia, no se inmutó. No tenía idea de que, esta vez, las reglas estaban a punto de cambiar para siempre.

Me incliné sobre ella y le susurré unas palabras al oído.

Palabras que había encontrado en el vómito de mi orgullo.

Le di la espalda y caminé hacia la puerta. No lo vi con mis ojos, pero estoy seguro de que volvió de su trance, de su lunática galaxia, y abrió los ojos de par en par. Sentí su mirada clavarse en mi espalda, intentando convertirse en puñales.

Sonreí.

Había dejado la pistola al alcance de su mano. Una sola bala. Estaba seguro de que sabría usarla, con esa sabiduría instintiva que tienen los que no saben nada.

Cerré la puerta despacio, hice girar la llave. Sin saber por qué, me quité los zapatos. No lo supe en aquel momento; lo entendí solo unos segundos después.

Apoyé la silla contra la puerta y encendí un cigarrillo.

Sabía que ella intentaría escapar, que me rogaría que la salvara.

Esperé paciente. Era la primera vez, en años de servicio a su amor, que ninguna de sus maldiciones ni promesas podía afectarme.

Empezó con gritos y amenazas.

Después vino lo de siempre: golpes, arañazos, patadas contra la puerta.

Más gritos. Más amenazas.

El mismo repertorio que había usado durante años para convertirme en su juguete.

Y entonces, sucedió.

El estruendo.

El olor a pólvora.

Mis pies sintieron una tibieza, y se empaparon con su sangre.

Eso era lo que tanto deseaba: sentirla una vez más.

Me incliné levemente en la silla y, reflejado en su sangre negra, vi mi rostro distorsionado.

Luego, la sangre comenzó a filtrarse por debajo de la puerta y no se detuvo. Pronto, toda la habitación empezó a inundarse con ella, como si brotara de un manantial de su cuerpo. Se formó una laguna espesa y oscura, cada vez más profunda, que amenazaba con hundir todo en la habitación, mientras aún sentía esa calidez de su sangre en mis pies.

Mi inconsciente me había regalado aquel último placer.

No supe perdonarla, y esa fue la única forma que encontré de perderla.

Di una última bocanada y dejé que el humo se instalara en mis pulmones. Miré el cigarrillo consumirse entre mis dedos, hasta que no quedó nada. Luego, con lentitud, me puse los zapatos y me puse de pie. Busqué en mi bolsillo un pequeño papel. En él había escrito algo para ella, un último mensaje.

Lo deslicé por debajo de la puerta y me fui sin mirar atrás:

Sin rencores, cielo. Que tu negro corazón encuentre consuelo en el infierno.




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