Un astronauta y una bruja






















CAPITULO UNO: La bola de cristal

 

—¿Qué estás haciendo, brujita? —preguntó el astronauta, inclinando la cabeza con curiosidad.

La bruja no le prestó atención. Estaba absorta en la bola de cristal que había comprado unas semanas atrás a un tipo al que todos llamaban El Conseguidor. Él le había asegurado, con voz grave, que era la bola del mismísimo Merlín. Sin embargo, el cristal oscuro y opaco no mostraba más que su propio reflejo apagado.

—Estuve pensando, brujita. Mi nave espacial es la única manera de llegar. Solo viajando en ella podremos alcanzar el sol —dijo el astronauta, mientras hurgaba en los bolsillos de su traje y sacaba un papel arrugado—. Te voy a mostrar mis cálculos. Es posible llegar al centro del sol mediante una fusión… bueno, esto es demasiado complicado de explicar. De todas formas, es pura ciencia, sabés que yo no creo en la magia.

—Tu nave se va a quemar —respondió la bruja con firmeza—. Acabo de verlo en la bola de cristal. También pensé que podríamos llegar en mi escoba, pero se prendería fuego mucho antes de que nos acerquemos. Lo único que nos queda es viajar en una burbuja.

El astronauta soltó una sonrisa burlona. La bruja, en cambio, se limitó a observarlo; no lo miraba a los ojos, sino que se había quedado fija en el extraño traje que él llevaba puesto. El astronauta le había explicado que era la única manera de estar en el espacio y no morir.

—Ya te dije que no creo en conjuros ni en menjunjes.

—¿Pero lo del sol sí lo creés, no? —preguntó la bruja, mirando hacia otro lado.

—Sí —respondió el astronauta, buscando los ojos de la bruja, que habían vuelto a la bola de cristal—. Eso es distinto. El sol es un portal interdimensional; el centro del sol es la puerta. Lo único difícil será llegar, pero, una vez ahí, mi traje me va a proteger. Lo único que no sé es qué va a ser de vos en el espacio. Solo tengo un traje espacial y no puedo pedirle otro a la NASA… todavía siguen enojados conmigo.

—¿Te preocupás por mí? —preguntó la bruja, mirándolo a los ojos.

—Bueno… yo… soy un hombre de ciencia y… yyyyyyy… —balbuceó el astronauta.

—Yyyyyyy… —repitió la bruja, con una pequeña sonrisa que se dibujaba en su rostro con ternura.

La bruja se quedó unos segundos más esperando la respuesta. Al ver que no llegaba, volvió a posar sus ojos en la bola.


CAPITULO DOS: El big bang


El astronauta y la bruja se habían conocido en el cautiverio de aquella extraña prisión. Según la opinión de la bruja —no compartida por el astronauta—, la prisión tenía un poderoso hechizo que se adaptaba al miedo de sus habitantes. Lo sabía porque el astronauta juraba estar encerrado en una prisión de altísima seguridad, con tecnología y dispositivos complejos, mientras que ella solo veía un frío calabozo.

El astronauta, sin embargo, como hombre de ciencia, no tomaba muy en serio aquella teoría sin fundamentos de la bruja.

Ninguno de los dos recordaba cómo se habían conocido ni qué circunstancias los habían llevado a volverse muy buenos amigos. A veces, el astronauta decía:

—Nuestra amistad nació de una explosión. Como el Big Bang: una explosión que dio origen al universo. Una gran casualidad.

Para él también era confusa la forma en que había llegado a aquella prisión. A veces, en sueños, veía resquicios de una vida pasada, pero nada era claro. Su vida anterior al cautiverio era como un cristal hecho pedazos. Cada fragmento lo lastimaba; cada recuerdo era una astilla incrustándose en su cabeza.

La bruja había sentido compasión por él; lo acompañaba en las noches cuando las pesadillas no le permitían conciliar el sueño. En su regazo, el astronauta había encontrado la paz que no conocía desde hacía años. Sin embargo, en los últimos días el asedio había vuelto. Las pesadillas se habían hecho más frecuentes y ni siquiera el calor de la bruja lograba calmar su dolor. Finalmente, había tomado la decisión de escapar.

—Sólo dime cómo hacerlo y lo haré, pero iré solo. No tienes que arriesgarte por mí. No quiero que lo hagas.

—¿Te preocupas por mí? —preguntó la bruja con ternura.

—Bueno… yo… es que… es peligroso y tú… y… yyyyyyy… —balbuceó el astronauta.


CAPITULO TRES: Un viaje sin retorno

 

El astronauta se aferraba a la ciencia y dudaba de todo aquello que no tuviera una explicación lógica. Como era bien sabido, el amor no la tenía; no había teorema capaz de resolverlo. Aun así, estaba seguro de que lo que sentía por la bruja era amor. Admitirlo significaba resignar los fundamentos que lo habían convertido en astronauta.

—Las brujas no podemos olvidar, y el amor perdido se vuelve un dolor que termina por matarnos.

—Pero es un viaje sin retorno, no hay vuelta atrás —dijo el astronauta, con el rostro serio y preocupado—. Si algo sale mal, podríamos morir.

—¿Y qué importa? —lo interrumpió la bruja—. La muerte abre otra puerta. Pase lo que pase, cuando abra los ojos, sé que voy a ver tu rostro.


CAPITULO CUATRO: Pájaros encerrados


La bruja también tenía problemas para recordar, pero, a diferencia del astronauta, que necesitaba hacerlo, aunque solo le causara dolor, a ella no la inquietaba saber de su pasado. Cada vez que un recuerdo afloraba, le prestaba atención un breve instante y luego volvía a lo que estaba haciendo. Como alguien que se queda mirando unos segundos un arcoíris y después sigue su camino.

Ella había estado en el peor de los infiernos, lo sabía bien. Había conocido las miserias humanas, había experimentado en carne propia los peores maltratos, pero había sobrevivido. La bruja descubrió un día que al dolor y a la tristeza simplemente había que ignorarlos: se hacían fuertes porque se les daba entidad, porque uno los alimentaba. También comprendió que dependía de uno mismo aprender a dejarlos ir. Y eso era lo que hacía: los veía como pájaros encerrados en una jaula que ella abría para dejarlos volar.


CAPITULO CINCO: C.T.C.

 

Cuando conoció al astronauta en aquella prisión, sintió lástima de él y, al mismo tiempo, se vio reflejada. Ella solo había intentado darle una mano, pero no estaba en sus planes lo que ahora estaba ocurriendo: se había enamorado. Y este era un sentimiento que valía la pena darle entidad, un sentimiento por el que valía la pena sacrificarlo todo.

Por su parte, el astronauta ya no quería seguir en la prisión y había tomado la decisión de escapar. Luego de pensarlo una y mil veces, llegaron a la conclusión de que la única salida era viajar lejos, aunque esa manera de escapar podía costarles la vida.

Planearon el escape para el atardecer de un día de septiembre. Necesitaban que todavía el sol pudiera verse, pero a esa hora la prisión estaba llena de los crueles guardias de traje blanco.

El astronauta anotaba todo en un papel con una criptografía que él mismo había inventado.

—Es el día 2 de septiembre, del año… ¿qué año es, brujita? —preguntó.

—No tengo idea —dijo ella, encogiéndose de hombros con la misma actitud despreocupada de siempre—. Los católicos tienen su año, los chinos y todas las religiones tienen el suyo. Para mí, es el año C.T.C.

—¿C.T.C.? ¿Qué es eso? A.C. es antes de Cristo, D.C. es después de Cristo —dijo el astronauta, frunciendo el ceño—. Esas siglas no existen.

—Sí que existen, las inventé yo, motivo suficiente para que existan y sean reconocidas —respondió la bruja—. C.T.C. significa: Cuando Te Conocí.

El astronauta se sonrojó.


CAPITULO SEIS: Una llave, fósforos y una botella de whisky

 

El mismo sujeto que le había vendido la bola de cristal a la bruja fue quien consiguió los elementos que necesitaban para el escape. Eran tres: una llave, fósforos y una botella de whisky. El astronauta le había prometido pagarle, pero en realidad tenía la intención de robarle. Sin embargo, a último momento, el sujeto conocido como El Conseguidor les pidió otra cosa.

—¿Un qué? ¡Estás loco! —gritó el astronauta, agarrándolo del cuello con sus manos grandes y pecosas.

—De remate, según dicen, pero es un precio justo —respondió El Conseguidor.

La bruja miraba la escena y sonreía.

—¿Un solo beso? —preguntó. El Conseguidor hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. No es un mal precio. ¿Qué opina mi astronauta? No te vas a poner celoso, ¿no?

—Bueno… yo… soy un hombre de ciencia y… yyyyyyy… —balbuceó el astronauta.

—Yyyyyyy… —repitió la bruja—. Dice que no.

El Conseguidor se sentó en el suelo, cerró los ojos con fuerza y puso los labios como si estuviera sorbiendo un fideo espagueti de un kilómetro. La bruja se arrodilló y apoyó sus manos en los costados de su cabeza, mientras él mantenía la boca en esa posición. Sus labios rozaron con delicadeza los de El Conseguidor, que creyó por un momento haber tocado el cielo. Ella sonrió al ver el rostro enfurecido del astronauta.

—Nos vamos —dijo él, sin disimular su enojo.


CAPITULO SIETE: La burbuja

 

El día del escape, el astronauta era un manojo de nervios y dudas. Se repetía una y otra vez: ¿y si la llave no abre la puerta?, ¿y si los fósforos no prenden?, ¿y si la burbuja falla…?

La bruja, en cambio, mantenía la misma actitud relajada de siempre.

El astronauta insistió en repasar el mapa que había dibujado en un pedazo de papel, señalando con cuidado los lugares donde los guardias de uniforme blanco podían estar merodeando.

Cuando el plan se puso en marcha y comenzaron a avanzar, comprendieron que ya no había marcha atrás. Lograron atravesar el largo pasillo. Cada tanto, el astronauta ojeaba el mapa; sus movimientos eran cautelosos, casi como los de un ninja, mientras que la bruja caminaba como si estuviera en un día de campo. Llegaron sin ser vistos hasta la puerta que buscaban. Al astronauta le costó meter la llave en el cerrojo, pero cuando finalmente la puerta cedió, una gran emoción lo invadió.

El astronauta le dio un vistazo a la habitación: era enorme, con pilas de cajas repletas de papeles acumuladas por todas partes. Sin perder tiempo, empezó a rociar todo con la botella de whisky, dándole cada tanto un pequeño trago. Cuando la botella se acabó, encendió con un fósforo una hoja de papel y la arrojó a una de las cajas empapadas en alcohol. El fuego prendió de inmediato.

Ambos se acercaron al centro de la habitación. Mientras observaban cómo las llamas devoraban los papeles, fueron aproximándose hasta quedar casi pegados el uno al otro.

—¿Seguís enojado por lo del beso con El Conseguidor? ¿También me querés besar? —preguntó de repente la bruja.

—Bueno… yo… soy un hombre de ciencia yyyyyyy…

—Yyyyyyy… —repitió la bruja, cruzando sus brazos por la espalda del astronauta.

—Es hora de tu burbuja —dijo el astronauta—. Dale, brujita. Es ahora o nunca.

La bruja permaneció en silencio. Una parte del astronauta empezó a dudar; la otra comprendió que estaban a punto de morir.

—Creo que salió mal… creo que vamos a morir —dijo el astronauta con gran pesar.

—¿Sabés qué me dijo mi mamá una vez? —preguntó la bruja.

—¿Qué?

—Me dijo que cuando la locura se comparte, la cordura es solo un nene envidioso.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No sé, pero mirá arriba… ahí está la burbuja —dijo la bruja.

El astronauta levantó la cabeza. Ante sus ojos, una gigantesca burbuja multicolor comenzó a formarse en el aire. Al principio era una esfera sin forma definida, temblorosa, que fue creciendo hasta rodearlos en una pompa de jabón. Había atrapado el aire y formado una pared translúcida que los protegía.

Infinitos colores se mezclaban y giraban como ríos líquidos de luces psicodélicas, tan bellos e imposibles que la ciencia jamás hubiera podido explicarlos. La burbuja se estiraba y contraía, mostrando los reflejos del fuego, de la bruja y del astronauta abrazados, como espejos que mostraban infinitos universos de ellos dos.

El astronauta, que juraba haber estado en el espacio, jamás había visto tantos colores ni tanta belleza. Era como si todas las nebulosas del cosmos hubieran quedado atrapadas en esa esfera brillante. Sin embargo, pronto comenzó a sentir un calor agobiante que le quemaba la piel.  ¿Será que ya estamos cerca del sol? Se preguntó.

—La burbuja no creo que soporte… vamos a morir —dijo el astronauta.

—¿Y qué importa? Ya morimos muchas veces.

—Bueno… yo… soy un hombre de ciencia yyyyyyy… —balbuceó el astronauta. Sin embargo, esta vez el whisky le dio algo de valor y agregó—: Había algo que quería decirte.

—Ya sé lo que vas a decir, pero me lo decís cuando lleguemos. ¿Te puedo pedir algo? —dijo la bruja, mientras se acurrucaba en los brazos del astronauta, que asentía con la cabeza—. Despertáme cuando lleguemos.

El astronauta la abrazó con fuerza, la besó con suavidad en la cabeza y cerró los ojos, mientras todo era consumido por el fuego. Recordaba un pasado que ya no era suyo ni dolía, y en algún lugar del futuro aparecía el rostro de la bruja. Entonces abandonaba la ciencia y se entregaba al amor, mientras escapaban en una burbuja hacia el sol, como dos fugitivos sin creencia ni religión.

 

 

 

 

 

2 comentarios:

  1. Qué relato tan lindo! Me llevo desde un calabozo hasta un manicomio y al final me rompió el corazón...🥹

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  2. Qué belleza! Sentí que viajaba con ellos. El final me rompió el ♥️pero me encantó.

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