Mi ultima voluntad

 

 

Cada movimiento que hago hace crujir mis huesos, como las tablas de una vieja casa. A veces me agarran calambres, un dolor horrible, como si alguien me metiera un gancho de carnicero entre los músculos e intentara arrancarlos.

Mis piernas ahora son frágiles, débiles, como si fueran dos huesitos de pollo. Alguien podría partirlas sin esfuerzo… y tal vez hasta pedir un deseo.

Me olvido de las cosas. Voy a buscar algo, y a mitad de camino ya no tengo idea de qué era.

Confundo los nombres de mis nietas. A la hija de Gloria le digo Valentina, pero la hija de Gloria se llama Tatiana. La hija de Luis es la que se llama Valentina. Ahora lo veo claro, pero cuando estoy ahí, me sale al revés.

Hace años que perdí el pelo, salvo una pelusa blanca que me queda en la nuca. No puedo verla, pero sé que está ahí.

Así de mal anda mi cuerpo, y también mi cabeza.

Mientras hago este “inventario”, me detengo a mirar las palmas de mis manos. Las doy vuelta y veo que están arrugadas, pero no tengo quejas de ellas. Muevo los dedos, los abro y los cierro. Luego, con las manos cerradas, empiezo a abrirlos uno por uno. Arranco con el pulgar de la mano derecha y termino con el de la izquierda.

No hay dolor ni cosquilleo. Lo único que sienten es una gran ansiedad. Tal vez la misma ansiedad que siente quien ha estado en el banco de suplentes por mucho tiempo y, al fin, le toca entrar a jugar el último partido. El de despedida.

Una enfermera con cara de pocos amigos controla mi suero. Me pide el termómetro, lo mira y anota. Luego me toma el pulso y registra todo en una carpeta. No puedo adivinar, en su rostro inexpresivo, qué tan mal estoy o qué está pasando.

Me pregunta si necesito algo. Le digo que solo quiero saber si mi hijo ya volvió.

Hace un gesto negativo y se va a la cama de al lado, donde alguien duerme después de una operación complicada, según escuché.

A lo mejor, cuando el sol se oculte, me encuentre acostado durmiendo.

A los mejor sí. A lo mejor no.

Mis manos siguen inquietas mientras Lucho se demora. Hace una hora lo mandé a mi casa a buscar una vieja reliquia mía: un aparato que protegí toda la vida. Primero, de él y su hermana, que de chicos hacían pelota todo lo que agarraban; después, de mis nietas, que heredaron ese mismo amor por romper todo lo que tocan.

Nunca dejé que tocaran esa cajita que me dio más felicidad que cualquier equipo de fútbol… o incluso tanto como mi mujer, aunque eso mejor no lo digo.

Mi cajita, así la llamo.

Más de una vez los perseguí con el cinto cuando eran chicos, por atreverse a sacar lo que tan bien guardé durante décadas.

Mientras espero que me lleven al quirófano, me pongo ansioso al ver que mi hijo no llega. La operación no me preocupa; no es que sea una pavada, según el médico tengo cincuenta y cincuenta de chances, pero me da lo mismo lo que pueda pasar. Ya tengo todo en orden. Estoy tranquilo con eso, con mis cosas, con Luisa, mi señora.

Afuera, en cambio, todos lloran. Cada tanto entra un pariente a la habitación, me dice dos palabras y se larga a llorar. Es una sensación extraña. Tal vez me muera, pero si salgo de esta, seguro que me van a querer cobrar tantas lágrimas al pedo.

Cuando mandé a Lucho a mi casa a buscar mi cajita, no dudó.

Me dijo:

—Ya mismo, papá —. Se fue con una velocidad que no le conocía a él, que siempre había sido tan lento como un domingo a la tarde para hacer todo.

Habrá pensado que era mi última voluntad.

A lo mejor.

Hace mucho que no la veo ni la toco. La guardé hace años; creo que ya era medio ridículo ver a un viejo de mi edad haciendo esas cosas, pero ahora, estando cerca del final, no quiero irme como un viejo: quiero irme riendo como un niño.

Y solo esa cajita puede lograrlo.

Luis sigue tardando y me pongo ansioso, como aquella vez, hace tantos años, cuando con mi viejo fuimos a comprarla. Tenía una sonrisa de oreja a oreja, esa ansiedad por llegar a casa y disfrutar del regalo más bello que jamás nadie me hizo.

Pensar que esa cajita fue causa de peleas con Luisa y, sin exagerar, diría que hasta pudo haber sido motivo de divorcio en más de una ocasión.

La primera vez que nos agarramos fue cuando se prendió fuego la casa.

Arriesgué mi vida para salvar mi cajita. Me acuerdo de ver cómo se desmoronaban las paredes, cómo los muebles se quemaban, el humo no me dejaba respirar… pero nada me importaba.

De alguna manera me salvé, y salvé mi cajita. Cuando salí, Luisa me miró feliz al principio, y después, en medio del quilombo de los bomberos y los vecinos curiosos, me puteó de arriba a abajo.

Me dijo:

—¿El álbum con las fotos de los chicos? ¿Del casamiento? Sos un hijo de puta, ¿vas a salvar esa porquería?

Después intentó manotearla, como para tirarla al fuego.

Tuve suerte de que Gloria tenía todo guardado en un pendrive que usaba de llavero. Gloria siempre fue precavida, como su madre. De no ser por ese pendrive, distinta sería la vida. Tal vez hoy estaría solo. Tal vez no habría nadie esperando afuera.

Consulto mi reloj y veo que faltan un par de horas para que me lleven al matadero. Mi hijo se sigue tardando. Son segundos que pierdo. Tiempo desperdiciado.

La otra vez que casi me divorcio fue cuando nos desvalijaron la casa. Nos habíamos ido de vacaciones y, al volver, la casa estaba vacía. Se llevaron todo, incluyendo el baúl con llave donde había empezado a guardarla.

Estuve con una depresión que no me dejaba levantarme de la cama. Después de llorar y odiar mi vida, decidí tomar cartas en el asunto: imprimí carteles ofreciendo recompensa, pegué fotos en las escuelas, en el barrio, en la calle, en los negocios.

Luisa se compadeció y no dijo ni mu cuando vio el número que puse como recompensa.

Había perdido la esperanza, hasta que un día, después de varias semanas de incertidumbre, tocó mi puerta un hombre pelado, grandote, que casi tuvo que agacharse para entrar a mi casa.

Me dijo:

—Mi hijo compró esta cosa hace una semana. Se la vendieron unos malandras del barrio. Vi su cartel con la dirección y vine a devolvérsela. No queremos recompensa. No hay que pedir recompensa por hacer el bien.

Por supuesto que le insistí para que aceptara la plata, pero no hubo caso. Y a un tipo con esa cara y esa altura mejor no molestarlo.

Al hijo se le caía la cara de vergüenza. Y lo mejor fue que después el padre lo obligó a ir a la policía e identificar a los maleantes. Poco después los agarraron a los ladrones, y algunas cosas pude recuperar.

Escucho voces en el pasillo y lo veo entrar a Lucho, con esa pachorra que tiene el infeliz.

Sí, sí, está bien, tomáte tu tiempo para enchufar todo. Hay tiempo… total, enseguida vuelvo, ¿no?

Lucho o Luis. En el barrio era Lucho. En la escuela, después en el trabajo, era Luis. Yo le digo de las dos formas.

Es un buen tipo, por eso le va bien como gerente en una empresa importante. Gana bien, tiene una linda mujer y una hija que, por suerte, tiene unas pilas que no se gastan nunca. No como el padre

Luis siempre fue así. Se ahorraba molestias, palabras, evitaba la fatiga. Es más: ahora mismo, en vez de decirme que ya está todo listo, se queda ahí mirándome y apenas asiente con la cabeza.

Me dice:

 —Esta cosa está llena de cables. ¿No hubieras preferido la Play de los chicos?

Después de presionar start, ya no estoy en la habitación de un hospital. Estoy sentado en mi habitación… no en la que compartí con Luisa durante tantos años, sino en mi habitación de niño.

Está todo como lo dejé: pósters de jugadores de Boca, de bandas de rock.

Ahí estoy yo. Un nene. Tengo pelo. Soy tan pequeño.

Me siento a mi lado y empezamos a jugar.

Somos uno.

Pasan horas, quizás días, tal vez años en un suspiro.

Sigo ahí.

Escucho voces lejanas que me llaman. No les prestó atención.

Estoy concentrado en el juego, en la música, en saltar esos malditos hongos y esquivar los caparazones que vuelven.

Lucho dejó la puerta de la habitación abierta y la gente que pasa me mira.

¿Qué hace el viejo loco ese con un joystick?, de seguro piensan eso.

No me importa.

Tampoco me importa lo que pueda pasar en el quirófano. No sé si vuelvo.

No me preocupa.

Lo único que me preocupa es salvar a la princesa del maldito dinosaurio ese que tira llamas y martillos.

 

Para Felipe






No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.