Parte uno: Sola
Una
oscuridad espesa cubre el cielo. Los truenos retumban como si vinieran desde
adentro de la tierra. Empiezan a caer las primeras gotas: dispersas, lejanas,
solitarias. La tormenta respira hondo, a punto de estallar.
Una brisa
entra sigilosa por el balcón, que está abierto, y sacude la remera que tenés
puesta. Es una remera que él dejó en tu cama la última vez. Debajo de la remera
no hay nada más que tu cuerpo. Ese cuerpo que él conoce mejor que nadie.
Solo él.
Afuera,
en la ciudad, la gente comienza la retirada. Autos apurados por llegar a ningún
lado. Personas que vienen y otras que se van. El ruido de la ciudad es un
animal salvaje e indomable.
Falta
poco para la medianoche. Salís al balcón y contemplás la ciudad. Las luces,
millones de ellas, titilan como pequeñas estrellas puestas a tus pies. Desde tu
lujoso departamento, en la cima del edificio, mirás con desdén a la gente. Para
verte, tienen que levantar la cabeza. Nada ni nadie está a tu altura. Tampoco
hay nada allá abajo que te interese.
Solo él.
Ahora lo
estás esperando. Mirás el reloj. Tiene que venir,
y tal vez no venga. Siempre impredecible. Aun así, lo esperás. Todavía creés
que es incapaz de desobedecerte, como si él fuera igual al resto.
Entrás a
tu departamento. Estás sola. Es un palacio: mucho derroche, mucha pompa. Todo
el lujo que nadie más podría tener. Volvés a mirar el reloj. Ya pasó la
medianoche.
Podrías
estar en La Ciel de Paris. Podrías estar en cualquier lugar del mundo. Podrías
tener al hombre que quisieras, con solo pedirlo. Con solo deslizar un dedo
sobre la pantalla táctil de tu celular.
Manejás
al mundo desde ese pequeño aparato.
Caminás
hasta la cocina y elegís una botella. Una que habías reservado solo para esta
noche: Château La Violette. La sostenés con suavidad, con sensualidad.
Tomás dos copas y salís al balcón. Ya empezó a llover.
Servís
dos copas y las dejás sobre el borde del balcón. Pensás en él. Solo en él.
Mientras seguís sola. Todavía lo esperás. Su copa también lo espera. Le mandás
un mensaje de texto para decirle que no te gusta esperar, que no esperás a
nadie. No hay respuesta. Te enfurece. Nadie puede ver tu rostro, esa mueca de
odio que se dibuja sin permiso en tu perfecto y delicado rostro.
Tomás un
poco de vino. Tu mano tiembla. Esa extraña sensación de no tener lo que querés.
Una sensación desconocida que te da miedo. Vos también tenés miedo, como todos
los demás. Te sentís frágil, a punto de quebrarte. Esa sensación no la
soportás. Querés arrancártela del pecho y arrojarla a la ciudad, que la devoren
esos perros.
Tomás una
copa, y después otra más. El reloj sigue su marcha y da varias vueltas. Te
sentís mareada. Desde tu balcón mirás la ciudad. La lluvia cae sin piedad sobre
tu cuerpo. La remera, ahora translúcida, se funde con tu piel y revela tus
formas con delicadeza.
Cada gota
recorre tu piel como si la acariciara. Tu desnudez asoma bajo la tela mojada, y
un rayo que ilumina el cielo te hace brillar por un instante. Tu silueta se
revela nítida, marcada por el agua que desciende por tu cuerpo como un lápiz
que te dibuja. Tu figura se perfila bajo la lluvia, delineada por cada gota.
Esa remera, que es suya, se pega a vos y, por un momento, lo sentís a él.
Estás
descalza. El agua corre por tus piernas largas, suaves, como un río que no se
detiene. Tus muslos se salpican, se tensan, se iluminan con cada relámpago, y
el agua los sigue recorriendo con devoción. El vino, la lluvia, el deseo: todo
se mezcla en tu piel. Cada curva tuya, cada línea, es una provocación sublime.
Cada trazo tuyo es un poema. Sos divina. Preciosa. Eterna.
Pensás en
él. Y sin pensar, arrojás la copa contra la pared. El cristal estalla. Una
mancha roja queda en la blanca superficie, como sangre. Comienza a
desparramarse con la lluvia, dibujando formas monstruosas que te miran, que te
reclaman.
Caés al
piso y llorás, mientras la lluvia cae sobre vos. Llorás por él. Mientras la
lluvia sigue cayendo y nadie puede verlo, nadie puede saberlo. Lloras por ese
torpe amante que te dio el más elegante amor.
Por ese
amor que no podés quedarte por completo. Porque le pertenece a alguien más.
En tu
lujoso departamento estás sola. Siempre estás sola. Y por una vez, quisiste no
estar así. El castillo que se construyó alrededor tuyo tenía una pequeña
grieta, por donde podías mirar y desear lo mismo que el resto. Fue él quien te
invitó a espiar, a sonreír. Pero él pertenece a alguien más. Y por primera vez,
no podés simplemente arrebatarlo. No se puede robar un corazón.
Seguís en
la cima del mundo, con todo tu poder, todo tu lujo, y acompañada solo por tu
orgullo. Estás sola. Sola sin él. Sola por él.
Afuera,
la lluvia no se detiene. Todavía lo esperás, porque tu alma y tu corazón le
pertenecen. Reís y llorás bajo la lluvia, y no hay nadie más que te haga sentir
así.
Solo él.
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